miércoles, 14 de octubre de 2009

Pena


La casa me pesa, sus muros se me caen encima, no puedo respirar, necesito salir, huir, irme de este puto lugar donde los recuerdos me apuñalan. Cierro la puerta, camino sin rumbo fijo, recorro como un autómata las calles. Me meto en un bar, me siento en la barra y comienzo a beber una cerveza tras otra. Observo a la gente que me rodea; la artificialidad de la noche, el gran teatro de las emociones que me distrae pero que no mitiga el dolor que me destroza por dentro.

La música, los gritos de la gente intentado comunicarse, el bullicio, la sed de emociones de los noctámbulos que buscan exprimir la noche bebiéndose sus últimas gotas no me sirven para evadirme, sino que acrecientan la sensación de soledad, de desamparo, soy sólo un punto en el bar, en el que nadie repara, que nadie sabe qué hace ahí pero que a nadie le importa.

No me relaciono, no busco conversaciones vacuas, consumo un cigarro tras otro, una cerveza tras otra y a medida que lo hago noto como mi cabeza se embota y me impide pensar con claridad; un dolor agudo me oprime el pecho impidiéndome respirar;las heridas no cicatrizan siguen royéndome el alma.

Cuanto más borracho estoy más la echo de menos, más consciente soy de lo que he perdido.

A medida que bebo un trago tras otro una necesidad desesperada me atormenta, me engulle como un embudo y me anula impidiéndome pensar en otra cosa.

Y de esa necesidad surge una voz que me suplica desesperada que dé un paso, que me acerque, que aún estoy a tiempo pero aunque la escuche, aunque su eco resuene en mis oídos de forma incesante no puedo hacerle comprender que el miedo, el orgullo, los recelos me lo impiden. Y ante mi incapacidad, ante mi total pasividad esa voz al principio suplicante y débil se vuelve aguda, vengativa, estridente, se ríe de mí, me dice que estaré amargado toda mi vida porque no soy más que un puto orgulloso de mierda insatisfecho y en mi mente se amplifica su sonido hasta casi hacerla explotar; risa de hiena, cruel, irónica y vengativa.

No me quedan fuerzas ni para abandonar este bar, me siento solo, desprotegido, susurro su nombre una y otra vez mientras lloro con la cabeza agachada para que nadie me vea, y en mi cobardía le suplico que venga, que me abraze, que me diga al oído que no la he perdido, que sigue cerca, que no tenga miedo porque siempre ha estado allí, que no la perderé nunca.

Necesito verla, tenerla, sentirla cerca pero media un abismo entre nosotros. Cada vez que me la encuentro, y me mira con ojos tristes le correspondo con una mirada arrogante alimentada por el orgullo, en la que le echo la culpa de todo y le desprecio, le rebajo y me sitúo por encima de ella. Noto la decepción, el daño que le hago pero no me importa. Sus ojos que brillan y están a punto de llorar me suplican pero mantengo el dominio sobre mí mismo y sigo mirándole con ojos inquisitivos, acusadores, altivos.

Me doy la vuelta y cuento los segundos que me quedan para que nadie pueda verme y llorar, limpiar mi bajeza con lágrimas, y huir de mí mismo, de mis sentimientos, de mi soledad utilizando la noche para autodestruirme, para emborracharme y decirle con cada trago que la quiero, que me importa, que siento el daño que le he hecho, que me dejé llevar por el orgullo y no la escuché, que fui un gilipollas, que no me deje, que sin ella estoy muy solo, que no soy nadie, que me coja fuerte por la cintura, que me deje olerla, que me deje besarla, que me coja de la mano para no soltarme nunca.

Con cada trago le pido perdón y espero lo imposible.

Sigo en la barra solo, triste, sin esperanza, diciéndole en silencio que la quiero.


Siempre es difícil describir un sentimiento, la pena, la tristeza, la soledad, la pérdida son algunos de los mas enrevesados.

Uno nunca sabe como describirlos hasta después de sentirlos, pero cuando lo intenta, se da cuenta de que las palabras, a veces, son insuficientes.